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Cuento de Francisco Massiani

Cuento de Francisco Massiani

Para celebrar el cumpleaños de nuestro autor Francisco Massiani, les presentamos “Zapato nuevo, zapato solo” uno de los cuentos contenidos en su libro Florencio y los pajaritos de Angelina su mujer. ¡Disfruten! 

Si les interesa leer el resto de los relatos pueden conseguir el libro haciendo click aquí.

 

Zapato nuevo, zapato solo

 

por Francisco Massiani

 

A Luis Yslas Prado

 

En tardes así, aun la promesa de una fiesta cercana no nos sirve para nada. Lo digo porque ayer cuando me fui al café de los pájaros sabía que el sábado me encontraría con Yoli, que todos estaríamos reunidos, que podría deshacer durante algunas horas ese sabor a tedio viejo que me viene gastando desde hace tanto.

            Son tardes en las que a uno le da tristeza saber que se está estrenando un par de zapatos nuevos, que la vieja nos ha dejado un dulce que trajo de la pastelería de la esquina, que daña el recuerdo de nuestro viejo caminando encorvado por el cansancio o tal vez otro recuerdo que también lo daña. Jode ver al mozo con una chaqueta recién llegada de la lavandería, te entristece la carrera de una señora elegante para evitar que un automóvil le salpique el charco en el vestido, que un niño tenga que regresar tan tarde después de tanto tiempo en el colegio. Tú ves a la gente en los automóviles y te parece increíble que no detengan los motores, que no se abracen en la calle, que no inventen una fiesta en vez de seguir sudando tanta irritación inútil, a ti mismo te duele pensar en qué va a parar el pantalón que te compró tu hermano en tu cumpleaños. Duele hasta la sonrisa del mozo cuando te deja el café y se esconde detrás de la puerta para darle una aspirada al cigarro. El tiempo va envejeciendo unas ganas horribles de abrazarte a ti mismo, de ser buenos con tus manos, de darles un golpecito amistoso a las rodillas, de rascarte con cariño la cabeza, la pierna, de pintarte un barco en el brazo. No sé. Provoca subir a cualquier piso, tocar a cualquier puerta y decir que han sido premiados con chocolates o flores, que el domingo ganarán un premio de juventud eterna. Pero no quedarse sentado dejando que se pudra tanta tristeza inútil, esa madurez de vida maltratada sin sentido que te retuerce la garganta.

            En tardes así uno debería quedarse en casa y jugar cualquier cosa, no salir a la calle, meterse bajo la cobija y tomarse un cafecito. Fumarse un cigarro. Qué sé yo. Pero uno no debería salir de la casa. Yoli lo sabe. Yo se lo dije el otro día. Pero Yoli no entendía. Me decía que los dos estábamos bien. Que por qué esa tristeza de repente. Que podíamos ir al cine. Que después teníamos una fiesta. Que por favor no me pusiera tan viejo y tan grave y tan tonto con la vida.

            Yoli tiene razón. Además es una mujer joven y es bonita y tiene un cuerpo que te invita a la vida cuando la ves ahí a tu lado, y cuando se desnuda casi te pones a llorar y te dices que no es verdad, y no puedes creer que ella, tan bonita, esté desnuda. Que sea tan joven. Pero es que a pesar de todo, Yoli, entiéndeme, de golpe te pones a recordar por ejemplo la vez que tu vieja se puso a coserte el cuello de una camisa para que fueras elegante a la fiesta. Te pones a recordar la soledad de aquel profesor de música. Te pones a recordar y te juro que hasta sientes lástima por la caja de fósforos que botaste en la playa y se quedó sola en la orilla esperando que el mar la arrastrara adentro, Es estúpido, lo sé. Yoli tiene razón, pero entonces ¿por qué tendrá uno que comprar unos zapatos, verlos brillantes y nuevos, y pensar en el momento en que tu vieja entró en la zapatería y preguntó si tenían zapatos de punta chata? Qué sé yo, no sé, Yoli tiene la razón, toda la razón del mundo, qué vaina.

            Ella decía:

            –Pero no lo veas así, por favor, Juan.

            Claro que tenías razón. Yoli, lo sé. Le dije que no sólo los zapatos, que casi todo.

            –Pero tiene que haber zapatos –dijo ella.

            –Supongo –dije.

            –No seas tan tonto, Juan, por favor, piensa que tendremos una fiesta. A ti te encanta.

            –No puedo dejar de pensar en los zapatos nuevos, Yoli.

            –¿Por qué no te los quitas? –me dijo.

            –No debí decirle a la vieja que los comprara –dije yo.

            Yo decía tonterías y ella trataba de animarme y yo seguía siendo un perfecto idiota triste que no podía alegrarse y ser feliz con una muchacha joven y bonita y que merecía ser feliz lo más pronto posible. Pero no podía. Y tampoco eran los zapatos.

            –¿Entonces qué? –preguntó ella.

            Yo no lo sabía. Claro que eran los zapatos pero era algo más que los zapatos.

            –Dios mío –dijo ella–. Justo hoy tienes que ponerte así…

            Dejamos el café y caminamos. Íbamos uno al lado del otro y yo trataba de olvidarme de mí. Trataba de sacarme esa estúpida sensación de cosa triste que me parecía la vida, y no podía. No pude, mejor dicho, no pude hacerlo. Uno no debería salir en días así, de verdad, uno debería quedarse en cama, dormir un poco, no sé, cualquier cosa pero no salir y menos con Yoli, que cuando salíamos de casa de los Fernández me pidió que por favor la besara, que por favor dejara de mirarla como si estuviera muerta. Yo la besaba, me gustaban sus besos, es verdad, incluso me provocó amarla en el auto, llevarla a laguna colina y amarla, pero podía más esa cosa de vida inservible, de tristeza madura, de juego ridículo que significaba vivir, comprarse unos zapatos nuevos. Le pedí que miráramos la ciudad, que se me pasaría todo, que me contara qué había soñado en esos días.

            –No sé, no me acuerdo –me dijo.

            –Trata de acordarte –dije.

            –No puedo, pero ¿por qué tiene que ser de sueños? ¿Por qué no hablamos de ti, de lo que te está pasando?

            Nos fuimos a una colina, cerca de El Hatillo. Yo me bajé del auto, cogí los zapatos y los arrojé cerro abajo. Se veía la ciudad y sentí frío en los pies. Se veían las luces de la ciudad. Con la altura el aire era más frío que en la ciudad abajo. Volví al auto y ella se rió.

            –Tonto, eran lindos –me dijo.

            Pensé en la vieja y se me amargó algo espeso que no me dejaba tragar. Ella me había dejado los zapatos al lado de la cama. Al despertarme los vi, estaban separados, se veían solos y demasiado nuevos, como si algún huésped elegante hubiera pasado la noche en casa y los hubiera olvidado junto a mi cama.

            –¿Qué te pasa, Juan, por qué estás llorando?

            Qué diablos, es todo tan estúpido, tan insignificante, tener que llorar por recordar los zapatos… Me gritó, porque bajé entre los árboles, no se veía bien, lo peor eran las espinas. Yoli arriba me gritaba, me pedía que subiera, que dejara la locura. Me resbalé de una raíz y me fui rodando hasta que un tronco de un árbol pequeño me aguantó, golpeándome la espalda. Los zapatos no aparecían por ninguna parte. Me había roto el pantalón de mi cumpleaños y los gritos de Yoli arriba; era tan desesperadamente insignificante y estúpido todo. Dios mío, era tan ridículamente innecesario todo eso…

            Uno estaba a mi lado, la luz de la noche clara brillaba en la punta. Lo guardé en el bolsillo del pantalón y continué buscando el otro. Pero se hizo tarde. Yoli debía volver a su casa, habíamos perdido la noche completa en esa tontería.

            –Hasta perdimos la fiesta –dijo Yoli.

 

            Me sentía incapaz de hablarle, de besarla y de pedirle que e perdonara. Al volver a casa, dejé las llaves del auto del viejo sobre la nevera, y me metí en la cama, pasé la noche mirando el zapato, estaba solísimo. Pensaba en mamá, en Yoli, en mi hermano, en el zapato perdido, en el pantalón roto, en la fiesta. No deberían haber noches así, de verdad. Sin poder dormir, mirando un zapato solo.

 

 

 

*Si les interesa leer el resto de los relatos pueden conseguir el libro haciendo click aquí.