Juan Pablo Roncone y su cuenta regresiva
por Leopoldo Tablante
Hubo un tiempo, por allá en los años sesentas, en que las mejores inteligencias literarias de América Latina querían diseccionar su mundo para inventar uno nuevo. Las historias eran totales y complejas y las anécdotas se apoderaban de mentes virtuosas y perversas, ricas y pobres, dominantes y oprimidas. Esa generación de escritores pasó a la historia por medio de una onomatopeya oclusiva, boom, que sugería que, después de un buen golpe de frustración social, la inequidad y la exclusión debían enlazar con un desenlace cercano a la igualdad y a la justicia. La literatura era para ellos un compromiso atlético que no escatimaba en personajes, en entradas y salidas, en intercalación de diálogos y voces, en superposición de planos narrativos, en estructuras de columnas y vasos comunicantes cuyo propósito era mostrar que la realidad que el lector asumía como natural en realidad no lo era. «Todo lo que vives es un montaje en el que se verifica que el hombre es un lobo para el hombre, una tramoya de arrogancias y prejuicios, de caminos abiertos para pocos y tapiados para la mayoría», parecían decir estos escritores que, por ambiciosos, cosecharon dos premios Nobel, dejaron en miles de páginas sus mejores entusiasmos y también la prueba viva de sus más profundos desencantos.
Muchos se distrajeron de sus idealismos de izquierda; quienes los conservaron hasta el final, los vivieron con el desprendimiento de una celebridad que siempre resultó imponderable tanto para comencandelas revolucionarios como para conservadores encopetados. Lo que se llama vivir más allá del bien y del mal, un rascacielos rodeado por la pequeñez de seres humanos abrumados por las pretensiones de sus élites, arrinconados por sus emociones, sus ínfimos placeres y sus ínfimos dolores.
Concluido el ciclo del boom, la vida latinoamericana siguió su curso dentro de la inercia de su inequidad. El súper-yo del escritor «macho» identificado por el Cortázar de Rayuela se desmenuzó en voces modestas e intimistas replegadas en historias ubicadas en el país de una subjetividad que gravitaba en la ciudad, un lugar que, más que ser prueba de razón y lucidez, era el escenario del aturdimiento. Seres distraídos de su propia historia, arrastrados por procesos incomprendidos, por la vida al margen o por el compromiso forzoso ante la mecánica ubicua de la economía de mercado. Gente que zozobraba o flotaba, con más o menos suerte, cuya faceta más lírica era producto de su falta de proyecto y de voluntad.
Y pensar que los esfuerzos titánicos del boom se iban a tropezar con esto.
A ese país de alienados pertenecen plumas que, después, se consagraron como nombres ineludibles o como nuevos monstruos inalcanzables: la misantropía de Vallejo, el intelectualismo cosmopolita de Volpi, el fuego metafórico de Piglia, la épica excursión hacia cualquier parte de Bolaño…
Juan Pablo Roncone nació en Arica, Chile, en 1982, se formó como abogado en Santiago y llegó a la literatura arrastrado por esta última marea. La resaca lo acerca a su coterráneo, Alberto Fuguet, cuyo talento traspasó una frivolidad masmediática y de clase media que se encogía de hombros ante los mundos inconmensurables de los escritores venerables de generaciones anteriores. En el caso de la literatura de Roncone, lo que seduce, justamente, es su aparente falta de pretensiones: de parecer ocurrente, de parecer al tanto, de administrar el tedio y la sorpresa con técnica de contorsionista literario. La prosa de su celebrado libro de relatos, Hermano ciervo (Premio Municipal de Literatura de Santiago de Chile, que se añade al Premio a la Creación Literaria Joven Roberto Bolaño por su novela inédita Los días finales) es, sí, minimalista, telegráfica, pero no afilada ni rotunda. Allí donde el Raymond Carver obsesionado con la forma de Chejov (o el editor Gordon Lish, con ganas de fundar un nuevo segmento literario) quería ser terminante y cruel, Roncone es tímido, fatalista, presa de una larga melancolía que, más que querer descargar su rabia sobre el lector, le recomienda decantarse por la filosofía del Mr. Vertigo de Paul Auster: desvanecerse hasta desaparecer.
Hermano ciervo es el ejercicio literario de un alma nutrida por la cultura global e inspirada por la bruma y el salitre del litoral chileno: su banda sonora alterna los repertorios Jimi Hendrix , The Pixies, Sonic Youth, Joy Division, que, explícita o implícitamente, cubren las 123 páginas del volumen. Si alguien me pidiera una analogía musical para describir sus cuentos, diría que todos discurren en baja frecuencia, suspendidos en esa quieta desesperación a la que aludiera el Roger Waters de El lado oscuro de la luna y en cadencia de acordes menores renuentes a dejar pasar la luz al final de túnel.
Los cuentos tienen los pies muy bien puestos sobre sus arenas movedizas: un chico virgen, sin desesperación por dejar de serlo, que tiene sexo con la novia de su mejor amigo en el baño de una cabaña durante unas vacaciones. De regreso a casa en auto, el grupo arrolla y mata al único canguro sobreviviente del accidente sufrido por un avión de carga que transportaba cinco de estos animales; un joven que se inventa la historia de un hijo ahogado en una piscina sólo para participar en una sesión espiritista; un peluquero decidido a vengarse de la persona que atropelló y mató a su hijo en un accidente de tránsito y que, llegado el momento de actuar, se corta en el abdomen con el cuchillo destinado a consumar la venganza; un muchacho abandonado por su padre, a punto de morir, quien un día se arma de valor para ir a verlo y se limita a intimar con su cuidadora y su hijo, a extrañarse de la conducta de los gansos que la mujer cría, mientras le da largas a un encuentro que nunca enfrenta y se lamenta de que su novia esté embarazada; un estudiante de leyes que una noche, borracho, pierde el control de un auto, tiene un accidente en el que fallece un amigo, manipula la escena del siniestro para que la policía no lo culpe y, más tarde, para aliviar sus remordimientos, visita a la madre del finado; dos amigos que, armados de una escopeta, emprenden un viaje a una casa de campo en la que, antes de suicidarse, el padre de uno de ellos se dedicaba a cazar patos; el chico que reconoce en la morgue el cuerpo de su hermano, homosexual y ausente, a quien compara con la figura enigmática de un ciervo herido; y el padre de una niña apenas fallecida, quien, luego de perder también a su primera esposa y sin trabajo, se encomienda a la voluntad de su próxima pareja, se inventa una vida de escritor y, en una playa, conversa con un médico solo y alcoholizado, quizás más hundido que él.
Este último es tal vez el único consuelo que ofrece Hermano ciervo. Porque, como después de escuchar una canción del disco Pornography de The Cure, los ánimos nunca salen boyantes tras la lectura de uno de estos relatos. Sus seres están rotos o, en el mejor de los casos, seriamente desportillados, aunque todos se rehúsen a asumir la realidad de su quiebre. La prosa de Roncone –breve, diáfana, descriptiva, desnuda de digresiones- se despliega en enumeraciones que suelen perder altura según la trayectoria emocional de sus personajes: todos en barrena, una precipitación para la que el autor ha inventado un lenguaje que va de poco a casi nada, una expresión para restituir las fases del vacío.
Sin ánimos de ser exhaustivo, las historias pueden presentarse en fases fragmentarias y contrastantes:
«17. No soy coqueta, me dijo una vez Amparo en su apartamento.
18. Acelero. Casi no hay autos, y tanto a la derecha como a la izquierda de la carretera las ramas de los árboles parecen estáticas e irreales, consumiéndose bajo el sol abrasador. Bebo cerveza y cada cierto tiempo le veo las piernas a Amparo. Este vestidito rosado es lindo.
19. Sí lo eres, le dije, eres muy coqueta. No, dijo ella, y apoyó los pies desnudos sobre el televisor. Coqueta es la mina que coquetea. Yo no. Yo no hago esfuerzos por ser así. Yo soy así porque sí».
En adelantos de momentos culminantes a los que se resta toda consecuencia:
«Cerca de una esquina un perro ladró al viento.
Dentro del auto: olor a vómito y cerveza.
Mi peluquero estacionó frente a la casa y bajó.
Lo vi caminar por la vereda hasta llegar a la reja que protegía el jardín.
Distinguí la forma del cuchillo dentro del bolsillo de su pantalón.
La casa era pequeña; las luces estaban apagadas.
El viento silbó entre los árboles».
En relámpagos reflexivos sobre las motivaciones de la literatura:
«Cuando conocí a Raimundo en la universidad no me obsesionaban las historias como ahora. Las historias y las génesis de las historias, que suelen ser las mentiras».
En reportes de la tragedia familiar con ojo de experto forense:
«Horas después de la autopsia decidimos vestirlo. Los asistentes de la funeraria nos habían dicho que podían hacerlo ellos o nosotros: «Los parientes eligen».
Recorrimos un pasillo frío y vacío. El olor a cera era fuertísimo. Nunca había estado en la morgue. El auxiliar paramédico abrió la puerta. Felipe fue el primero en entrar. Mamá llevaba la ropa dentro de una bolsa. Ésta era su tienda favorita, dijo apenas, minutos antes de llegar. Ella no había visto el cadáver. Felipe y el auxiliar intentaron doblarlo. Mamá sacó la camisa, los pantalones y una chaqueta. Fue la primera vez que la vi llorar por Antonio».
O en desenlaces que operan como una atomización de vidas desde hace tiempo desmoronadas en la parálisis de un dolor transformado en resignación y en tiempo perdido.
«Me senté en uno de los últimos asientos. Pegué la cabeza al vidrio húmedo de la ventana. Observé las calles y el tráfico: aún había movimiento en la ciudad. El centro no dormía.
Vi las personas ir y venir, y en las caras de todos ellos me pareció haber visto algo de mi hermano: una mirada, una expresión, un gesto de alguien que no supe conocer».
No lo niego, tanto Tánatos puede estragar y aturdir. Pero asombra el autocontrol de Roncone para describir su cuenta regresiva sin distraerse de ningún momento, de ningún decorado, de ningún gesto lánguido o tenue de frustración. Ese pulso me recuerda el lema de la película de 1995 del director francés Matthieu Kassovitz, El odio: «Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje». En sentido inverso, Roncone parece haberse dado a la tarea de mirar boca arriba desde la superficie para comprender el proceso involuntario que lleva a sus personajes a una fractura que, en todos los casos, es irreversible: palabras que se precipitan a tierra al ritmo de un conteo de seguridad, una constelación de astillas dispersas en puntos suspensivos.
Hermano ciervo es una colección de golpes fatales: de choques en carro, de cosas fuera de lugar, de suicidios, de padres que abandonan a sus hijos, de engaños de hombres y mujeres jóvenes que comienzan a familiarizarse con los riegos de la pasión y el amor, de borracheras sin control, de música y ánimos brumosos, todos sin brújula. Sin embargo, es un libro armado por un escritor consciente de su sensibilidad y de su estilo, un autor de palabra traslúcida que, con frecuencia, toma la precaución de poner a sus personajes cerca del agua: esa costa pacífica chilena que erosiona y ahoga las almas débiles y que pule la memoria y el corazón de quienes se atrevan a patalear contra la corriente con la esperanza de flotar para aferrarse a la vida.
Leopoldo Tablante (Caracas, 1970). Periodista, profeso y escritor universitario. Ha publicado los libros A todo riesgo (2004), Mujerese de armas temer (2005), Los sabores de la salsa (2005), Groovy (2007), y Hijos de su casa (2009). Actualmente vive en New Orleans, donde es profesor de Loyola University New Orleans.