Un juego de ecos y resonancias.
Según pasan los años, un juego de ecos y resonancias.
Por Montague Kobbé
Leía la más reciente colección de cuentos de Israel Centeno, Según pasan los años (Sudaquia, 2012), y de repente pensé que me encontraba en una feria o circo de provincia en un tiempo remoto. Remoto no precisamente porque los relatos en cuestión transporten al lector a otra época —aunque eso también—, sino porque los artificios narrativos de mayor efecto en este compendio son tradicionales, conocidos, recurrentes y, sin embargo, plenamente efectivos.
A caballo entre una sala de espejos retorcidos y un simulador de Volver al futuro, Centeno enfrenta al lector con una serie de anécdotas —diez espejos/relatos, para ser precisos, que forman un decágono simétrico a la vez que desconcertante— entretenidas las más, lujuriosas unas cuantas, delirantes otro par, que se filtran con facilidad, como un buen whiskey, en la conciencia de quien las lee.
Un buen whiskey, pero no uno monumental: uno que a la mañana siguiente desaparece sin dejar rastro, ni resaca. Porque en su mayoría, las narraciones que componen, individualmente, Según pasan los años, son curiosidades, souvenirs de feria u objetos de mercado de segunda mano, más que reliquias de anticuarios. Eso con la excepción, quizás, de “La expedición de los muñecos”, un cuento de lo más largos de la colección que también reúne las principales virtudes del volumen: concisión, desde luego; contundencia verbal (delicias como “la gente se pierde y da vueltas sobre sus huellas y si encuentra el lugar que busca, de alguna manera lo vuelve a perder, es como la vida”); humor, también; pero sobre todo una interacción entre diversos planos temporales que se entrelazan coherentemente para producir una realidad más onírica que mágica.
La secuencia de “La expedición de los muñecos”, “La casa verde” y “El último viaje del Begoña” constituye el núcleo creativo de Según pasan los años y recogen la esencia de lo que Centeno tiene que decir. “La casa verde” rinde tributo a Vargas Llosa, por supuesto, pero también a Cavafis (uno de sus versos sirve de epígrafe al cuento), y sobre todo a la propia colección, pues aquí comienzan las referencias a sí mismo, al propio libro que se lee, en un vuelco literario que, como un buen aroma, le da redondez a la colección y estimula la curiosidad del lector.
Y es que es en el tratamiento de Según pasan los años como un todo integral donde reside el principal mérito de Centeno. Porque sus personajes —algunos extranjeros, la mayoría plenamente criollos— esbozan a través de sus experiencias realidades complementarias que por separado tienen un cariz caricaturesco o acaso fantasioso —como una película de Robert Rodriguez.
Un mosaico: eso es lo que las más destacables colecciones de relatos construyen. El mosaico que pieza a pieza arma Centeno es uno que sirve de puente entre la cuarta y la quinta república, resaltando los hitos que entre ambas han marcado la vida de todos los venezolanos. En este sentido, el punto de partida de Según pasan los años es el que para la generación nacida entre 1960 y 1980 representa, acaso, el punto de inflexión, el momento en que la Historia irrumpió definitiva y desconsoladoramente en su cotidianidad: 1992 (aunque Centeno usa el 27 de noviembre como punto clave, no el 4 de febrero). Los aviones de la Fuerza Aérea venezolana rompiendo la barrera de sonido sobre la ciudad de Caracas sirve como una metáfora que envuelve a la colección en violencia y que encuentra su eco final en una referencia (oscura, como el episodio) al escape novelesco de Francisco Visconti, uno de los líderes de aquella intentona, a Perú, junto a sus hombres en un Hércules de la aviación.
Pero si este es el punto álgido de la historia en la que nos interna Centeno, el juego de ecos y alusiones va a transitar por una ancha franja de referencias que van desde el pasado desabrido de una guerrilla que en Venezuela se vio derrotada por su propio peso (a más tardar después de la legalización del PCV en 1968), pasando por el reciclaje del activista revolucionario en comandante de pandillas urbanas y, en última instancia, en representante armado del gobierno, hasta llegar a los deslaves del litoral central de 1999 y a la violencia desmedida (Robert–Rodriguezca) de la Venezuela contemporánea.
Según pasan los años es un libro de guerras perdidas, de asilos, escapes y reinvenciones fracasadas, de excesos sexuales y adicciones que no llegan a servir de elixir, de representaciones fantasmagóricas que se reflejan, trastocadas, en los espejos cóncavos y convexos de un volumen desesperanzador pero entretenido que pide insistentemente ser leído. Allá del que no escuche.
Montague Kobbé es un ciudadano alemán con nombre shakesperiano, nacido en Caracas, en un país que ya no existe, en un milenio que ya pasó.
Estudioso de la lengua, de todas las lenguas, busca sin conseguirlo combatir el anonimato y la inanición con el timo escrito y la quiromancia por armas predilectas. Su primera novela,The Night of the Rambler (Akashic: NYC, 2013), consiguió una mención del Premio Casa de las Américas 2014 y su colección bilingüe de micro relatos, Historias de camas y aeropuertos(DogHorn: UK, 2014), reúne 50 cuentos en castellano e inglés.
Enamorado del humo y los espejos, pasa sus días ideando artimañas para encantar morenas y serpientes que a menudo publica en su columna quincenal en The Daily Herald de Sint Maarten, en su bitácora futbolera en el portal español fronterad.com o en una que otra publicación del Caribe o las Américas.
La mayor parte de estos periplos encuentran cabida poco tiempo más tarde bajo los cuatro palos que sostienen el circo de su blog personal, MEMO FROM LA-LA LAND.
http://mtmkobbe.blogspot.com