El laberinto crónico de La Habana
I
La Habana en una húmeda noche decembrina de 2012, se me antojaba indescifrable. Llevaba varios días tras la pista de cualquier persona que hubiese estado cerca de Hugo Chávez, el enfermo más célebre de toda la isla, pero solo conseguía fantasmas. Así las cosas decidí refugiarme en el margen, buscar a los habitantes deslucidos y genuinos del lado oscuro habanero, así conseguí a Gorki Águila y su combo punk de “Porno Para Ricardo” quienes habían ensayado toda la mañana canciones suicidas como: “Raúl, Raúl, tira los tanques. Raúl, Raúl, para que el pueblo se levante”.
No fue difícil toparme con ellos, la movida punk es diminuta y un amigo asturiano de Rockdelux me dio un par de teléfonos la noche anterior cuando una enfermera del Cimeq me confesó off the record que todo lo que hablábamos probablemente estaba siendo grabado y me sumió en una breve crisis de desesperanza.
A la mañana siguiente llamé y dos horas después, estaba con un six pack de Bucanero oyendo como resonaban los coros sincopados de un tema que le espeta a Fidel: “El Comandante quiere que yo trabaje pagándome un salario miserable (…); quiere que yo lo aplauda después de escuchar su mierda delirante. No coma tanta pinga, Comandante”.
En la tarde escandalizaron la inauguración de una exposición fotográfica en El Vedado adonde los invité. Cuando fuimos convertidos en personas “non gratas”, nos fugamos a un bar caro, carísimo para beber ron y escuchar los shows de turistas.
Gorki confiesa: “Sabes qué pasa en esta isla”, digo que no. Me dice: “Que no hay espacios para los tipos genuinos, tú no eres como todos esos comemieldas de Casa de América, los hijos de ministros que escriben cualquier porquería por unas fulas y ya o que amenazan a la gente para que les cuenten sus historias”. Le dije que me halagaba un montón, pero igual me veía cerca del fracaso ante una crónica que no terminaba de arrancar.
Al rato, en la madrugada y frente a la oscuridad abisal del malecón habanero, antes de dejarlo cazando jineteras descuidadas me dijo a guisa de despedida: “Hay que cuidar a los tipos como tú, a los valientes, los que no se callan. Tipos como yo que componemos, escribimos, escuchamos a los otros para que el mundo sepa lo que pasa aquí” y lo vi perderse en el lado salvaje de la vida. Yo amanecí en el este, en Alamar, luego de escuchar algunos de los mejores jams de punk y hip-hop que he presenciado. Pero eso ya es otra historia.
Me desperté lleno de ganas de buscar las voces que nadie escucha, oír el rumor del margen, los testimonios de gente que sí quería a Chávez y de otras personas que lo adversaban pero que no estaban insertas en los oscuros círculos del poder habanero. A inicios de 2013 publiqué varias historias en el diario y, semanas después, un libro que recogía el puzzle endemoniado de dos países, Cuba y Venezuela, sumidos en la tensión de una agonía personal cuyas repercusiones nacionales aún se sienten.
II
Cuenta la antigua tradición iraní que el joven Arda Viraf fue escogido para visitar la gloria paradisiaca, el infierno candente y los purgatorios posibles. En uno de los antiquísimos cantos de sus aventuras llega, luego de una travesía larga y fatigosa, a una suerte de limbo donde la nada se cristalizaba en una quietud inmóvil.
Era un no-lugar donde la vida transcurre sin esperanzas pero sin dolor, sin pasiones y sin interés alguno, pero sus habitantes le decían a Viraf que era mejor estar allí que en los rigores del infierno o los exquisitos placeres del Paraíso ignoto. Nuestro joven Arda, esa especie de Virgilio oriental, se fugó corriendo de ese reino al inferir que era una de las mil presentaciones del hogar de los condenados.
En la isla de Cuba los años noventa fueron la viva representación de ese no-lugar en el que sueños, pasiones, ideales y vidas se estrellaron contra el pragmatismo férreo de un naufragio económico. Poco importaba la “perestroika” de Yeltsin que acabó con la economía planificada más grande del mundo y, de paso, siquitrilló a la Unión Soviética sino lo que fulminó amplios sectores de las finanzas cubanas fue la evaporación de cinco mil millones de rublos anuales (más ayuda militar) en cuestión de días.
Eso generó en La Habana (y en Cienfuegos, y en Santiago, y en Holguín etc. etc.) un ambiente irreal donde el tiempo parecía detenido mientras el hambre atizó las infinitas formas de la decadencia cuya triste comparsa son las jineteras y los pájaros que deambulan por el malecón al ocultarse el sol. Fueron los tiempos del camello (gandola/autobús/motorizada) y las balsas donde miles de cubanos se debatían entre sudar una vida con pocas esperanzas pero, según los medios oficiales, con gran dignidad revolucionaria o ser devorados alegremente por los tiburones.
Fue la época en que Orlando Luis Pardo Lazo decidió ceder a sus inquietudes científicas y estudiar, en una tierra donde no habían proteínas animales y muchas veces nada físico que llevarse a la boca, Bioquímica. Entregado a la especulación científica en una sociedad marcada por la carencia me parece verlo transmutarse en números y hojas, en pizarras oscuras con signos de cal donde el ideal platónico de vivir con el espíritu entre los dientes para deglutir mejor las ideas, era alcanzado gracias al ayuno obligante.
Para Orlando la iluminación científica estaba más cerca de los faquires sangrantes que del bonachón Epicuro de Samos. Sé que caminaba kilómetros para llegar hasta la facultad, atravesaba la ciudad durante horas cual montaraz isleño viendo a los otros alumnos encerrados en los camellos cual ataúdes móviles, sólo para enmacetarse frente a los científicos en esas aulas calcinantes de la Universidad de La Habana.
Poco a poco sus intereses se alejaron del estudio de la Tabla Periódica con sus elementos, átomos, cálculos, órganos, corpúsculos, glándulas, sustancias, minerales, virus, atanores, ácidos, bases, pipetas, matraces y mecheros para fundirse en el crisol del discurso literario, la blogósfera, fotografía y el videoarte que se convertirían en las disciplinas permanentes de su oficio vital.
Todo esto lo sé porque me lo contó de viva voz hace unos meses, cuando nos hicimos amigos y exploramos juntos esa cubanidad terrestre que tiene la rara geopolítica tropical de una ciudad como la capital cubana.
Orlando fue mi Arda Viraf y yo me convertí por esos días de diciembre de 2012 en un confesor fraterno que se dejó guiar por el inframundo habanero, conociendo un trópico resistente donde la disidencia se paga caro, y la diversidad de opiniones entraña largas estancias en “el tanque” como llaman a las prisiones.
Recuerdo que una mañana cualquiera me encontré con Orlando y deambulamos por la calle México de Guanabo, yendo a ver a Pedro Juan Gutiérrez. De repente me espetó: “Somos pocos pero estamos cambiando. Hoy aquí, mañana no sabemos pero hay que seguir en esto”. Y entendí que se refería a múltiples cosas: a la resistencia contra los Castro, a su vida como blogger y escritor cubano, y a un romance que lo inquietaba por esos días.
Enamorado de una mujer difícil, imposible; Orlando paladeaba el aire mientras me la describía. Demiurgo del lenguaje, el escritor dibujaba a su amada mientras el sol metálico nos derretía las neuronas y no encontrábamos la casa de Pedro Juan. Enceguecido por esa fiebre de sol, ese cafard caribe comprendí que se refería a Ipatria y que en un juego vital metalingüístico terminé metido en la historia de Orlando, siendo uno de sus personajes desesperados y analíticos.
Después de ver al chulo mayor, al Minotauro narrativo de Centro Habana que es Pedro Juan, caminamos largo rato por Miramar. Íbamos a visitar a otro amigo dueño de una terraza envidiable desde donde el océano es un lienzo de brillo aguamarina. En las terrazas de Miramar no se ve la mar, se respira y nos inunda oreándonos frente al horizonte vasto, mineral.
Allí me entregó un ejemplar de Boring Home, varios de sus videos y las maravillosas fotografías de La Habana que son una muestra de su sensibilidad única, tentacular que le permite forjar ficciones y fijar realidades con sólo cliquear un obturador o el mouse de la computadora. Fueron las imágenes que me inspiraron este libro de crónicas y el profundo cariño por las calles habaneras que nunca conocí mejor.
Sé que por estos días ese Arda Viraf, greñudo y barbado, que es Orlando está fuera de su purgatorio habitual en La Habana. Está suelto por el mundo, ahora en Estados Unidos, mañana no sabremos donde, explorando y escribiendo nuevos infiernos, paraísos improbables y purgatorios portátiles.
III
Hacer crónicas, reportajes de investigación y semblanzas son las únicas líneas de trabajo que me interesan desde hace varios años. No concibo este oficio sin esos géneros puesto que detesté el periodismo informativo cada año de clase que tuve en la facultad de mi pequeña universidad. Escribo estas historias porque en los descuidos de mis profesores, obsesionados en aburrirnos, descubrí a Truman Capote, Norman Mailer, Tom Wolfe, Jimmy Breslin, Gay Talese, Hunter Thompson, Gabriel García Márquez, Germán Castro Caicedo, Germán Carías, Ben Amí Fihman, José Roberto Duque, Sergio Dahbar, Daniel Santoro, Julio Villanueva Chang, Jon Lee Anderson, Oriana Fallaci, Ryszard Kapucinski, Gore Vidal y tantos otros maestros.
Creo que la entrevista debe ser el más arriesgado de los géneros periodísticos por su azar experiencial que resiste las metáforas más locas. He tenido entrevistas que son un acto de seducción constante y las he tenido que recuerdan al pánico frente al pelotón de fusilamiento. Una gran entrevista pasa del placer a la tensión espinosa, constantemente, cosa que el lector agradecerá al leerla.
Y el reportaje combina todas las técnicas periodísticas que conocemos con el fin de mostrarle al lector el reflejo de una problemática, describir una situación o comprobar una hipótesis. Hacer un buen reportaje requiere de maestría y dominio en la técnica, suele ser fruto de un esfuerzo colectivo entre periodistas y editores por lo que conlleva grandes dosis de humildad y, sobre todo, ubica al reportero en un lugar único: partir de la certeza de que los periodistas no sabemos nada, condición imprescindible para intentar comprenderlo todo y así ofrecérselo a nuestros lectores. Sin buenas entrevistas es imposible hacer un reportaje.
Me divierte hacer inmersiones y leer como un condenado cuando trabajo con mis entrevistados y personajes, intento rastrear esas historias pequeñas que contienen verdades universales. Aunque suene trasnochado y cursi, sí pienso que un buen reportaje, una denuncia o una crónica pueden ayudar a cambiar la situación en nuestros países. Sobre todo cuando se enfrentan presiones desde diversos frentes para acallar informaciones o desviar la atención mediática, como es moneda común en nuestros países.
También creo que éste no es un oficio para cínicos y estoy convencido de que el periodismo es la más bella de las empresas inútiles por ello no cejo en mi empeño por seguir formándome para continuar con la apuesta más alta que es ponerme en el lugar del otro, en cada entrega.
Todo eso lo recordé en La Habana hace varios meses cuando intenté descifrar sus calles como ese laberinto crónico que son, repletas de historias y personajes. Y todo eso es parte de lo que quiero que los lectores encuentren en “El último rostro de Chávez”, cuando lo lean.
Albinson LInares (San Critobal, Venezuela – 1981) Autor del libro El último rostro de Chávez (Sudaquia Editores 2014). Leer más sobre Albinson